25 AÑOS DE DEMOCRACIA
Pensar estos 25 años de democracia implica por un lado desacralizarla, entenderla como algo complejo, opaco, y también supone revisar las heridas imborrables que dejó la dictadura y las que generó, desde adentro, la propia dirigencia política.
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Desde dónde intentar pensar estos 25 años de democracia? ¿Cómo interrogar por una época que viniendo de la noche más oscura de nuestra historia no dejó de entrar en un nuevo laberinto? ¿Qué decir de estas décadas cambiantes en las que nada quedó intocado por las inclemencias de un tiempo cultural, tecnológico y económico que modificó de cuajo lo establecido y lo conocido? Preguntas que surgen al tratar de indagar más allá de la lógica simplista y autoindulgente de la efeméride; que intentan desocultar la trama de la experiencia democrática, de sus giros sorprendentes y sus imposibilidades; pero que no pueden dejar de formularse desde un determinado presente que marca a fuego nuestra interpretación. Es decir, no es lo mismo mirar retrospectivamente la democracia posdictatorial desde las vicisitudes que inauguró el gobierno de Néstor Kirchner en 2003 que instalados en la década menemista. Tal vez la diferencia sea que en los últimos años, más allá de aciertos y errores, la política regresó a tallar en el interior de la vida cotidiana reintegrándola al espacio público en donde se dirime lo democrático; mientras que el tiempo menemista se caracterizó por una brutal caída en las virtudes gubernamentales y, fundamentalmente, por un vaciamiento generalizado de la política en nombre del discurso hegemónico de la época articulado alrededor de la lógica neoliberal.
La democracia no es algo natural, un orden que subyace y que se despliega más allá de sus giros y contradicciones. Es un espacio de querellas atravesado por las más diversas luchas por dominar la gramática de su decir, por convertirse en árbitro de su sentido. Si la pensamos por fuera de una lógica esencialista es, como diría Claude Lefort, una “invención continua”, ya que en democracia “nadie posee la fórmula y es tanto más profundamente ella misma cuanto más democracia salvaje es”, es decir, cuanto menos la atrapamos en una definición última, cuanto menos intentamos cristalizarla como si fuera un continuum que, como una sustancia intocable, sigue su marcha incontaminada. No, la democracia es contaminación, inacabamiento, experimentación, contramarchas, deudas impagas con la parte de los incontables en el interior de un orden que sigue siendo determinado por la desigualdad, pero en el que los muchos plantean un litigio continuo por la igualdad. Desde esta perspectiva es posible intentar preguntar por lo acontecido entre nosotros desde un ya lejano diciembre de 1983 cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia en una Argentina que intentaba salir de la dictadura, del horror y de los muertos insepultos. Por eso no puedo dejar de recorrer las heridas profundas que persistieron a lo largo de estos años
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MARCAS QUE PERSISTEN
La primera de esas heridas, la que más a fuego nos marcó y sobre la que todavía seguimos girando, es la de esa violencia homicida que atravesó a la sociedad y que se cebó sobre los cuerpos de aquellos que buscaron otro horizonte político, que se expresaron a través de los sueños de la revolución. Los desaparecidos no son apenas la marca de lo intolerable, el recuerdo de esa otra época argentina en la que dominó la muerte; son el testimonio de una clausura, el fin de una historia que concluyó en tragedia y que dejó las señales del miedo en amplios mundos sociales. Tal vez por eso debemos aclarar que el retorno de la democracia nació no de un impulso libertario y rebelde de nuestro pueblo sino de una doble ignominia: la de una culpa impagable y la de esa otra herida nunca confesada que tuvo que ver con la complicidad de Malvinas. La retirada de la dictadura dejó, sin embargo, heridas no curadas, marcas indelebles en el cuerpo social que recordarían, en circunstancias posteriores, que aquello que no se repara persiste en el daño.
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La otra herida significativa, de otro orden, es la abierta por la hiperinflación que, desatada por el poder económico, destituyó hasta desbancarlo al gobierno de Alfonsín. Dejó un miedo profundo al abismo, a la catástrofe social, a la pérdida de lo cotidiano en medio de un desbarajuste general de conciencias y tejidos comunitarios. Una bomba desestructuradora, suerte de amenaza continua que el poder económico suele esgrimir para condicionar cualquier proyecto democrático que intente ir más allá de la mera forma. La democracia recién recuperada entró en su laberinto, en esa suerte de empantanamiento fijado por los chantajes del mercado y por una época de la historia dominada por la brutal hegemonía del consenso de Washington, que significó la renuncia a inyectarle a nuestra democracia justicia social y terminar la tarea de destrucción del aparato productivo iniciada por José Alfredo Martínez de Hoz. Después de la hecatombe hiperinflacionaria quedó el campo libre para el gigantesco desguace menemista sustentado en aquella terrible frase esgrimida amenazadoramente por quien sería amo y señor de la economía a lo largo de esa década: “Cuanto peor, mejor”.
De todos modos, y más allá del estrepitoso fracaso del gobierno de la Alianza, un proyecto nacido de la reducción de la vida política a los sets televisivos y de la pura homologación de política y moral, queda por destacar la significación de estos años atravesados por la democracia, vertiginosos, contradictorios y que no dejaron de ofrecer una imagen de país arduo, complejo y hasta indescifrable, que parece querer instalarse en la democracia sin que esta sea entendida apenas como una forma abstracta. Años en los que la vida cotidiana se transformó alcanzada por un giro colosal de la propia historia mundial que, aunque ya casi parece una lejanía, contuvo dentro suyo la caída del Muro de Berlín, el fin del mundo bipolar, la expansión del imperio americano, el auge de las políticas neoliberales, el atentado del 11 de septiembre de 2001, la catástrofe social, política, económica y cultural que asoló al país al final de ese año, el gobierno de Duhalde desplegado entre la devaluación, el asesinato de Kosteki y Santillán y el imprevisto triunfo de un desconocido Néstor Kirchner que, con su discurso inaugural del 25 de mayo de 2003, impregnaría a la joven democracia argentina de nuevos aires. Años de vértigo y de zonas grises, tiempo de esperanzas y de frustraciones; época de promesas incumplidas y de demandas insatisfechas entramadas con sueños de mayor justicia y equidad, como si fuera inimaginable un país que queriéndose democrático no pudiera, al mismo tiempo, construir una vida mejor para los más débiles, que en el conflicto recreador de la vida democrática serán siempre los exponentes de lo que falta, la búsqueda de la reparación y de la igualdad en un país que supo conocer épocas mejores.
La democracia en estos 25 años fue puesta a prueba, debilitada por los poderes económicos concentrados y por la mayoría de la dirigencia política que no supo estar a la altura de las circunstancias favoreciendo la ampliación de las injusticias y de la desigualdad asociadas a prácticas cuya sede última acabaron siendo los tribunales y los lenguajes jurídicos. Por eso, hoy seguimos discutiendo qué país queremos, qué Estado y para qué, pensando, siempre, que la democracia no es un regalo del cielo ni un producto de la naturaleza, sino una invención y una responsabilidad permanente de los seres humanos. Defenderla es abandonar las lógicas de la resignación y de la obsecuencia para introducir de lleno en nuestra vida pública los lenguajes de la crítica y de la emancipación que son, ayer como hoy, los núcleos insustituibles de la democracia.
La democracia en estos 25 años fue puesta a prueba, debilitada por los poderes económicos concentrados y por la mayoría de la dirigencia política que no supo estar a la altura de las circunstancias favoreciendo la ampliación de las injusticias y de la desigualdad asociadas a prácticas cuya sede última acabaron siendo los tribunales y los lenguajes jurídicos. Por eso, hoy seguimos discutiendo qué país queremos, qué Estado y para qué, pensando, siempre, que la democracia no es un regalo del cielo ni un producto de la naturaleza, sino una invención y una responsabilidad permanente de los seres humanos. Defenderla es abandonar las lógicas de la resignación y de la obsecuencia para introducir de lleno en nuestra vida pública los lenguajes de la crítica y de la emancipación que son, ayer como hoy, los núcleos insustituibles de la democracia.
Caras y Caretas - octubre 2008
Etiquetas: Por la memoria
2 Comments:
Unos párrafos del Credo de Mencken, vestido para la ocasión:
El hombre más peligroso para cualquier gobierno es aquel que puede pensar las cosas por sí mismo (...) independientemente de las supersticiones y tabúes dominantes. Casi inevitablemente ese hombre llega a la conclusión que el gobierno bajo el que vive es deshonesto, insensato, intolerable.
Uno de los méritos de la democracia es bastante obvio: es tal vez la forma de gobierno más encantadora inventada jamás por el hombre. La razón no está lejos para ser encontrada. La democracia está basada en proposiciones que son palpablemente falsas, y lo que no es verdad, como todos saben, es siempre inmensamente más fascinante y satisfactorio para la gran mayoría de las personas que lo que sí lo es.
Besos y festejos
Tal vez sea que la democracia haya derivado en un espacio para la demagogia que nos sitúa en los tiempos de aquellos clásicos que con la mera retórica pretendían cambiar el mundo, tal vez sea que nos hemos acomodado y la democracia haya quedado en un deseo y un nostálgico desgano por algo que apenas si se rozó...tal vez deberíamos insistir menos en la palabra y más en la acción, tal vez...
bss
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