El cofla de Catriel

Una bitácora de sueños, sentires y otras yerbas desde Catriel, "Puerta norte de la PATAGONIA ARGENTINA".

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14 enero 2009

La crezca grande de 1914 (4ta parte)

LA INUNDACION DEL VALLE DEL RIO COLORADO (3ra PARTE)

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El tren en que llegamos a Río Colorado era el primero que entraba en la estación después de una quincena de interrupción ferroviaria, pues anteriormente se detenían antes de aproximarse al puente inmediato a la población de Buena Parada. En la estación de Bahía Blanca encontramos al director general de territorios, Dr. Ruiz Moreno, y al Gobernador de Río Negro, señor Serrano, que hablaban con el Superintendente de Tráfico, señor Coleman, el Comisionado del P. E. Sr. del Gaje, y el secretario Sr. Infante, de la manera como se haría práctico el hermoso proyecto de los «boy-scout» de dicha ciudad de encargarse de la distribución de las ropas reunidas entre las familias para socorrer a los damnificados menesterosos.
El primer tren que llegaba pues, al Río Colorado, bajo la dirección del inspector de tráfico, Sr. J. G. White, llevó a la estación a un nutrido público que se agitaba, deseoso de saber que había pasado en el mundo después de tantos días de aislamiento, frente al cuadro intensamente impresionante del desastre que estaba allí, a la vista, en medio de escombros ruinosos, caídos sobre las calles convertidas todavía en un mar de agua mal oliente por la descomposición de los animales muertos, y que todavía no había sido posible extraer por la altura de las aguas.
Al entrar en Buena Parada comienza a verse los efectos de la inundación, que se agravan hacia el lado del Colorado. Las quintas, cuya verdura proporcionaba medios de vida a sus cultivadores, los pequeños viñedos, los jardines, las chacras, todo ha sido totalmente aniquilado por las aguas y el ímpetu de la corriente embravecida por la gravitación de la avenida desplanada desde las eminencias cordilleranas. Y por junto al caserío puesto patas arriba, en caídas caprichosas, tumbadas brutalmente en derrumbamientos extraños, flotando en las aguas de las calles, todos los chismes domésticos imaginables en una revuelta confusión de cosas extrañas, entre boyantes aves muertas, gatos hinchados por el agua, bateas, ropas, muebles, etc.
Los comienzos del desastre fueron terribles. Las mujeres lo recuerdan llorando y los hombres con emoción.
- Me felicito, señor, de que «La Nación» haya tenido al acierto de mandar un reporter,-nos dijo uno de los principales vecinos del Colorado. Cuando se inundan en Bs. Aires, los barrios siempre inundables por las grandes lluvias, los diarios publican columnas y columnas para hablarnos de la Boca, Nueva Pompeya, el bajo de Belgrano, en fin, toda la zona invadida por las aguas. En esta ocasión hemos estado abandonados, pero bien lo comprendemos que ha sido por desconocimiento del desastre y quizá también por la falta de comunicaciones.
Estarnos todavía bajo la penosa impresión de la dura mañana del 3 de este mes, cuando el desbordamiento del Colorado, con su estrépito espantoso, nos puso frente a las angustias de este desastre nunca visto entre nosotros, pues las crecidas anteriores, si bien perjudiciales, no fueron tan crueles por su violencia y el caudal de las aguas.
Teníamos vagas noticias de que el río había empezado a desbordarse, pero de cualquier manera, el conocimiento más o menos calculado de la vecindad de la catástrofe, lo único que nos hubiera permitido era salvar cómodamente nuestras familias, sin atropellarnos en la dispersión.
A eso de las 7 del la mañana de ese día nefasto, sentimos los vecinos algo así como el rumor de un lejano cañoneo o un volcán agitado, sordo, feroz, amenazante. El rumor se hizo más fuerte, indicando la aproximación de la fuerza que lo producía. La alarma empezó entonces a cundir, y el presentimiento de un desastre que empezaba a traducir sus realidades, nos hizo temblar pensando en la vida de los niños y de los enfermos. De pronto el río salto hacia arriba, empezando su desbordamiento terrible. Fue saliendo de madre por sus e invadiendo el campo y la población como una rápida segadora. La tierra empezó a desaparecer baja la capa líquida y las calles y las casas a llenarse de agua. La invasión continuaba movida por el vértigo de su fuerza impulsora. Ya no estábamos metidos en el agua hasta las rodillas sino que en las viviendas las gentes que habían ganado altura pensando que aquello pasaría, tuvo que abandonarlas y lanzarse decididamente al agua, llevándose los niños, que habían sido colocados sobre las mesas. Un grito de angustia se alzaba por todas partes. Las familias se llamaban entre si para reunirse y morir juntas o bien huir de la misma manera, pero el tumulto de las votes apagaba los llamamientos. Cuando acordamos, los muebles empezaban a flotar, y las casas de madera descuajadas por los impulsos de la correntada se tumbaban sin poder resistir sus violencias y las furiosas sacudidas del viento, común en esta zona, pero entonces soplando como enloquecido.
¡Qué cuadro! Los gritos de pánico de los niños, las quejas de las madres que alzaban a sus enfermitos, apretados contra sus pechos como una presa que se disputa a la muerte, el clamor de los ancianos que no podían moverse sin ayuda, el tumulto de las pobres bestial aleladas, apretadas por las aguas, en fin, todas las sacudidas del peligro, todos los alertas del instinto de conservación acicateado por la presencia del peligro envolvía a la población en una amarga ansiedad.
Y todavía subía más el agua. ¿Que pasaba, gran Dios? La población había sido va puesta en salvo sin registrarse felizmente sino pocas desgracias personales. La estación del ferrocarril, situada a más alto nivel fue al principio el lugar de concentración, pero luego hubo también que abandonarla para buscar refugio en las lomas. Como le digo, el agua ascendía acentuando sus rugidos embravecidos. En las casas de negocios lamía la parte superior de las estanterías llegando a una altura increíble, pero que puede comprobarse todavía por la línea de humedad perfectamente marcada.
La población huyo con lo que tenía puesto y los menos pudieron sacar algunos trastos en los manotones desesperados de la fuga.
A todo esto, las autoridades del lugar y el personal de la empresa del ferrocarril cooperaban al salvamento, en el cual trabajó también sin descanso el Juez de Paz señor Pérez, mientras llegaban recursos solicitados al gobierno nacional y las primeras provisiones pedidas a Bahía Blanca, consistentes en una fuerte remesa de galleta, que hubo que reunir las panaderías de la ciudad».






Rio Colorado avanzando sobre el valle de Catriel en 1914 (recreacion en Photo Shop)

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Fuente:"La inundación del valle del río Colorado"; Capítulo 49 (parte) del libro de William Rögind
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03 enero 2009

Los ojos de los niños

Los ojos de los niños


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Por Osvaldo Bayer
Bonn, Alemania

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Mientras en una parte del mundo se celebraban las fiestas, en otros lugares se mataban seres humanos. Así se despidió el año 2008, así llegó el 2009. Civilización, o no, y barbarie. Pan dulce y bombas. El cinismo no conoce fronteras. Se mata y ya está. Por seguridad. Por los derechos de unos sobre otros. Recibimos el Año Nuevo con cuatrocientos muertos debajo del colchón, cien de ellos niños. Y cerca de dos mil heridos. La Franja de Gaza. Pueblos que ya tendrían que ser sabios por sus experiencias trágicas encuentran coincidencia sólo en la muerte. Esa muerte para la que el ser humano trata de encontrar una definición, una explicación, es usada como emblema de lo que llamamos civilización. Ahora es ya mucho más fácil. Se mata al enemigo desde aviones y, mejor todavía, a él y a toda su familia. A su mujer y a sus ocho hijos. O con cohetes, desde el escondite. Esos jóvenes que arrojan bombas desde aviones o desde escondites no se dan cuenta de que matan, de que exterminan la vida de otro ser, por lo general inocente. Pero arrojan bombas por “patriotismo”. Los discursos de los políticos intervinientes nos dicen claramente de su omnipotencia. ¿Tienen acaso el poder delegado de matar, de hacer matar? ¿Se los vota para eso? ¿Y qué pasa con Naciones Unidas, para qué está? Ni siquiera esa organización mundial es capaz de detener una guerra. Ese tendría que ser su principal motivo de existencia. Y no una masa burocrática de encuentros superficiales y desencuentros que ocasionan la muerte.
La muerte de niños. Lo lanzaron al aire y al papel, los medios: el bombardeo israelí logró la muerte de uno de los dirigentes principales de Hamas y también de su mujer y sus ocho hijos. Buena puntería. ¿Pero cómo, es que vivimos en el tiempo de los dinosaurios? No, vivimos el siglo de la mente humana. Por eso el papa Ratzinger en su mensaje de Navidad nos ha enseñado a rezar, rezar, rezar. ¿Rezar a quién? ¿A un Dios que permite en la “Tierra Santa”, donde nació su hijo de una virgen, que se cometan crímenes tan atroces, como que se peleen pueblos desde hace siglos por razones religiosas, que en el fondo no son otra cosa que razones de poder y de dominio? Alá, Jehová y Cristo. Tierra Santa que mata a sus niños.
¿Con qué habrán soñado esos niños la última noche en que vivieron? ¿Con juguetes, con hadas, con ángeles que les arrojaban espejitos de colores desde el cielo? Es lo mismo, porque nosotros les arrojamos bombas y los destrozamos. Habría que rescatar los ojos de esos niños en el momento en que estallaron las bombas.
Sí, está bien, los hombres de Hamas lanzan cohetes a Israel. ¿Y por eso hay que bombardear ciudades abiertas allí donde viven madres que crían a sus hijos? Ciudades que ni siquiera tienen refugios antiaéreos. Eso es fácil. Pero criminal de la peor cobardía, a su vez.
Tiene razón Israel en combatir el terrorismo, pero no con métodos cien veces más traidores que el cohete individual. Igual, tal vez, en su perversión, pero increíblemente menor que hacerlo desde aviones, en uniforme oficial y por orden de los responsables. No, además, esos actos de mostrar poder traen las consecuencias más nefastas, originan los odios de siglos, los deseos de venganza infinitos, que quedan en la historia de los pueblos. La única búsqueda de solución es recurrir a Naciones Unidas para que envíe una organización preparada en esta clase de conflictos, que encuentre la paz y no la venganza. No se arreglan los problemas con la muerte. Y más para un pueblo con la experiencia del judío, un pueblo que, con su conocimiento histórico de persecuciones, tiene que haber aprendido para siempre hacia dónde lleva el odio. Porque los crímenes del Holocausto han quedado para siempre en la conciencia del pueblo alemán y tendrían que quedar también para siempre en el pueblo que fue víctima. Porque no hay ninguna diferencia para un niño entre morir en una cámara de gas y ser destrozado por una bomba arrojada desde aviones oficiales.
Sí, el pueblo alemán aprendió para siempre lo que es cometer un crimen de lesa humanidad. Pero seamos sinceros: aprendió pero no tanto. Hay otra forma de hacerse cómplice de otros crímenes. Por ejemplo esto: la fabricación y venta de armas. Leamos las cifras oficiales. La exportación de armas alemanas del año 2007 alcanzó a 8,7 mil millones de euros. Es decir que exportó un 13 por ciento más que el año anterior. Con esto, Alemania ocupa el tercer lugar en el mundo de exportadores de armas, con el 10 por ciento, mientras Estados Unidos ocupa el primer lugar, con el 31 por ciento, y Rusia, el segundo, con el 25 por ciento. Pero aquí no acaba la cosa. Alemania exporta armas a China, India, a los Emiratos Unidos de Arabia, a Grecia, a Corea del Sur y a un sinfín de otros países. Sí, a los Emiratos Unidos de Arabia. Pero, y aquí está el nudo de la cuestión: también a Israel, Afganistán, India, Nigeria, Pakistán y Tailandia. Muy buen negocio. Ahí no se hacen discriminaciones, el que paga bien, a ése se le vende. Es sabido que los europeos –en este caso Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia– atraen a sus clientes deseosos de armas con financiaciones “atractivas” y la promesa de transmitirles tecnología nueva.
Entonces aquí hay que decir la otra verdad. No alcanza con que los alemanes se hayan hecho una severa autocrítica sobre los crímenes del nazismo sino que la verdadera autocrítica tendría que ser nunca más a las armas, nunca más hacer negocios con la Muerte y menos con países que tienen problemas con países lindantes ni tampoco aquellos que tienen problemas internos. No se es honesto si por un lado criticamos las guerras y las represiones y por el otro vendemos armas a países donde tienen lugar esos crímenes contra la Vida.
Hace pocos días se hizo en los medios alemanes un desusado elogio al ex primer ministro Helmut Schmidt, que cumplió noventa años de edad. Justamente, el político que apoyó la venta de armas a la dictadura argentina del desaparecedor Jorge Rafael Videla. Y se defendió en el Congreso alemán diciendo que lo hacía para “asegurar la fuente de trabajo de los obreros alemanes”, un argumento fuera de toda base ética. Porque si es por eso, que el gobierno alemán disponga de una suma para darles trabajo a esos obreros y que éstos se dediquen a fabricar juguetes para los niños.
Más todavía, el gobierno alemán asegura con fianzas oficiales la financiación de los proyectos de venta de armas, para lo cual se utiliza dinero del pueblo cobrado mediante los impuestos. Hace poco quedó en claro un escándalo producido por la constatación de que las fuerzas de seguridad de Georgia poseían modernas armas alemanas, a pesar de que el gobierno alemán había rechazado el pedido de ese país de venderle armas, ya que Georgia se encontraba en estado de guerra con Rusia. Es decir que podemos constatar que, en el caso de hacer negocios, se pisotean los principios básicos de lo que tiene que ser la ética en las relaciones humanas.
Las armas, las guerras entre los seres humanos divididos por estúpidas fronteras, tienen que pasar a ser un tema fijo en la vida de todos los pueblos del mundo. No a las armas, sí a la vida.
Han muerto cien niños en el bombardeo israelí de Gaza. Ya esa cifra podría servir de leitmotiv contra todos los bombardeos de ciudades abiertas. Nunca más la muerte de niños como acción de guerra. Salir a la calle en la protesta. Denunciar a los políticos que dieron la orden y a los generales y soldados que la cumplieron.
Sería al primer peldaño hacia aquel Paraíso en la Tierra con que soñaba Kant: la paz eterna.




La mirada y la sangre
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